Cuento corto

EL ÁRBOL

Mientras la puerta gira, la balanza del tiempo se enlaza a la sombra de un árbol donde fue espacio a jugueterías de niños, un columpio colgaba ahí, una casa se construyó ahí para reposar y ser guarida de sueños infantiles. Su sombra sirvió de descanso a pies descalzos y risitas inocentes. Entramos, salimos, la puerta se abre, se cierra, la sombra recorre en círculo el patio, el columpio llora la ausencia de la infancia y la casa es ahora poblada por el fantasma del recuerdo.
Ésta mañana, al despertar, me encontré con que el árbol se seca, algo le hace falta, se entristeció al ser testigo del ayer y cómplice del hoy, tal vez se está dejando morir al saber que su brazo fuerte, aquel que sirvió para sostener el columpio que causó alegrías y juegos a los niños hoy sirvió para sostener una cuerda que rompió el cuello de ese niño convertido en adolescente, él también se suicida, respondiendo al llamado del viento y la libertad. Ese patio, escenario de las fantasías hoy es el cementerio más grande, ahí yacen los recuerdos, descansan las sonrisas y sobreviven las lágrimas.
Ese árbol casa de sueños, sombra de la realidad, se transformo en el arma mortal que terminó con la vida.
Ese niño, jamás volverá a retozar sobre el columpio y muchos menos jugar dentro de la casita del árbol que se caerá lentamente hasta quedar sólo polvo que el viento se llevará como se lleva el alma, el recuerdo y las tristezas de aquel niño que hoy reverdece.

CRUZAR LA CALLE

La he visto sonreír, aún no la he escuchado, pero me imagino que su sonido es dulce, como dulce parece de lejos el movimiento de su pelo, corto, no muy largo pero siempre suelto.
Nunca se acerca por donde yo estoy, pero la alcanzo a ver desde lejos, ella camina acompañada por sus amigas, cuatro o cinco, no las he contado, es más, no la identifico, mi vista siempre se pierde en sus cabellos dorados que el viento roba sus movimientos, atrayendo la atención de cualquiera que esté cerca, pero mis ojos son los que se empapan de verla, jamás se ahogan, es más, cada día tienen más sed de verla, con ansia de hablarle, tocarla y decirle que me ha tomado por asalto en mis sueños.
Yo he caminado más allá de la banqueta, he intentado acercarme y respirar su perfume, pero no alcanzo, ella nunca cruza la reja que divide la escuela del mundo exterior, el de deberás, donde los hombres se matan entre ellos, en el que los perros sarnosos deambulan de mercado en mercado zarandeando los tambos de basura, buscando algo que comer. El de adentro del barandal, es el mundo rosa, en él los pobladores no se preocupan por nada, todo es sonrisa, alegría y fiestas, ahí, las preocupaciones comienzan en un libro y terminan suicidadas en un cuaderno; forrado con un galán de moda o con un color morado que representa la rebeldía del rock; ¿protestarán, de qué? – A veces me pregunto- si ahí no existen carencias, es una escuela particular a donde asisten las niñas bien y los hijos de papi ¿qué les puede faltar?
A pesar que hoy me acerqué hasta la banqueta, toqué el barandal, la vi y me imaginé que me miraba, no se terminó mi angustia, he seguido soñando, anhelando un cambio de ideologías, pero eso no sucederá.
Me despertaron los gritos de mis compañeros que se burlaron de mí, de mi atrevimiento de abandonar la obra donde trabajo y cruzar la calle tan sólo para tocar el barandal.

LENTO

El aire azotó la puerta de madera, miré el reloj y me di cuenta que sólo habían pasado cinco minutos de la ultima vez que lo hice.
La puerta rechinaba, afuera un vaso de plástico es movido a placer del viento, las láminas del cuarto se movían aparatosamente, haciendo un gran ruido, la señal del teléfono dejo de estar presente, en la pantallita dice “sin servicio”. Se vuelve a oír el vaso de plástico que afuera cobra vida involuntariamente y un camión pasa, su motor ronca monstruosamente mientras la puerta se vuelve a azotar. Un relámpago ilumina la noche, un estruendo lo acompaña, se va la luz. La televisión muere instantáneamente, busco una vela y vuelvo a mirar el reloj, 10 minutos más, sólo diez. Salgo a la puerta a sentir el fresco, me recibe un ventarrón polvoriento que me roba unas lágrimas, me aferro a la idea de observar, no hay luz, todo es oscuro, sólo sombras se escurren por las calles, sus pasos golpean el empedrado de la banqueta, algunas voces se escabullen pero no se logra identificar su identidad, me mantengo en silencio, sospechoso, expectante, atento a sonidos y movimientos. Imagino los pensamientos de la gente sin rostro ni nombre, sólo sombras y murmullos, como un hilo delgado que se rompe. Las nubes ennegrecidas se dibujan en un cielo invisible, los rayos y truenos, a veces hacen que se noten, pero muy poco. Comienza a llover, los pasos se apresuran, los murmullos se convierten en gritos -¡apurale, por éste lado pega menos. No exageres no está tan recio!. Las sombras se escurren como el agua en las alcantarillas. Entro, cierro la puerta, la aseguro por dentro, le pongo un candado y con vela en mano me dirijo a mi cama, veo el reloj, el tiempo no ha avanzado mucho, tan sólo quince minutos. Hoy no se pudo salir, la gente se ha guardado a la lluvia, se ha quedado en casa, en la intimidad oscura del refugio, sin televisión, sin luz eléctrica. Sólo una vela para ver. Vuelvo a mirar el reloj, cinco minutos más tarde de la última vez que lo hice. Llueve, hace aire, las basuras reviven al viento, los ruidos toman forma y su presencia es inevitable en la oscuridad, sigue lloviendo y el tiempo se escurre lento.